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Sombra

domingo, 21 de abril de 2024
Dedico este artículo a la mía, incondicional compañera desde mis primeros pasos
y que seguirá fiel hasta el último de mis días.

Madrugué aquel día, treinta y uno de marzo del presente año. El reloj me despertó a las seis de la mañana pero en realidad me estaba levantando a las cinco, la noche me había robado una hora de sueño por obra y gracia del cambio horario establecido.
SombraTras levantarme, la vida me sorprendió con el canto de los pájaros. Llevaba ya tiempo un mirlo macho regalando a los cielos sus estridentes trinos desde su atalaya preferida: una palmera de abanico. Rota la noche por la impaciencia del túrdido, centenares de pájaros palmeros piaban sin cesar, escondidos entre el follaje de los laureles de Indias donde habían pasado la noche, anunciando la próxima llegada de un nuevo día.
Cuando llegué al volcán, la noche seguía señoreando el lugar. Ascendí a su cima y busqué un saliente rocoso, capaz de procurarme un asiento cómodo. Tras encontrarlo, dejé la mochila a un lado y esperé.
En el horizonte se vislumbraba un cielo apenas teñido de un azul prusia oscuro, un cielo que se negaba a romper la negritud de la noche, extendida sobre tierra firme.
Sabía el cielo que tal bravuconada era imposible sostenerla. Al otro lado de la fina raya, cada vez menos negruzca, los oscuros azules iban palideciendo por momentos, revelando a su pesar el poder y la luz de un astro que se presentía, aún sin verlo.
Yo, con la mirada perdida en aquel horizonte oceánico, seguí esperando. Era una línea rota por cuatro protuberancias oscuras. En el horizonte se recortaba una isla. Aquellas alturas pertenecían a la misma ínsula: Fuerteventura. En cierto modo semejaba el chepudo lomo de un dromedario.
Pensando en ello andaba, en la similitud de aquella desértica silueta con el animal que tantas veces había arado sus tierras, transportado sus mercancías, formado parte de su cultura, compañero inseparable del hombre de campo majorero desde principios del siglo dieciséis -¡más de medio milenio juntos!, reconocí-, cuando surgió de pronto como un pequeño destello, una llamarada de luz que llegaba para quedarse.
Se trataba apenas de un punto perdido en la inmensidad del océano, pero ese punto rojizo era el comienzo y, progresivamente, fue tiñéndose de magenta el espacio celeste.
Aún quedaban espectros violáceos en la atmósfera, jirones de aisladas nubes capaces de mantener un poco más de tiempo, los colores de la noche pasada, pero la fuerza de Sombrala luz era incuestionable y tonalidades rojizas y amarillentas fueron iluminando un cielo, hasta ese momento atenazado por la noche.
El territorio insular que se encontraba entre mi cono volcánico y la costa seguía sumido en la oscuridad, tozudo en conservar una negritud que ya no le correspondía en aquellas horas matutinas.
El sol sabía de esa resistencia, era consciente de que la noche nunca daba su partida por inevitable y jamás se retiraba de manera voluntaria. Era muy tozuda y tendría que hácerselo ver. Erradicarla violentamente y nada mejor paras ello que con un buen baño de claridad.
Y así, mientras el astro solar se convertía en una brillante moneda áurea capaz de iluminar el nuevo día, la luz se hizo, primero sobre el océano, luego sobre la costa y poco a poco, con la paciencia y constancia de quien se sabe majestad durante las próximas horas, llevando su luz hasta la cumbre y seguir elevándose en el cielo hasta iluminar por completo la isla donde me encuentro.
Cerré los ojos y disfruté de los primeros rayos solares. Me embargó un profundo placer sentir la vida en mí, penetrando en cada célula de mi cuerpo, en el organismo que soy, sentir la vida en cada respiración consciente.
Abrí los ojos y mi vista descubrió, una vez más, la belleza de las salvias, la frescura presente en las hojas de las tabaibas, el penetrante aroma de los inciensos, la rabiosa floración de los bejeques y los tajinastes, el brillo de las gotas minúsculas sobre las pegajosas hojas de los azaigos.
Tras un prolongado tiempo sentado, consciente mi ser de la belleza del entorno, de la paz y la armonía que transmitía el paisaje, tiempo que me pareció apenas un instante, bebí un sorbo de agua, respiré hondo y, tras coger la mochila, comencé el descenso.
• Hermosa forma de comenzar el día -verbalicé, sonriendo- Habrá que buscar más a menudo amaneceres como éste.
Fue entonces cuando me percaté que no estaba sólo. Es cierto que, por mucho que observara a mi alrededor, ninguna otra persona se encontraba cerca, pero la sensación experimentada no era imaginada, era real.
Aquel amanecer, nadie se había cruzado en mi periplo, camino del campo de volcanes. Tanto es así que, sólo escuchaba mis pasos.
Pero no estaba sólo.
Frente a mí, un ser me acompañaba en silencio. Nada decía. Su caminar guardaba armonía absoluta con el mío.
No me había fijado antes en él, pero lo cierto es que no recordaba nadie a mi lado cuando llegué con la noche. Era ahora, con la luz del día cuando aquel ser surgió de pronto y me acompañaba.
Reflexioné sobre ello e hice memoria de aquel encuentro. No era el primero. Siempre había estado allí, unas veces al atardecer, con un porte más alargado, otras con una imagen como la de ahora, similar a mi cuerpo y de un tamaño parecido, una imagen que iba empequeñeciéndose, según avanzaba el día.
Pero nunca me abandonaba.
Caí entonces en que siempre, desde mi más tierna infancia, acaso antes, desde el momento en que fui consciente de mi existencia, había hecho acto de presencia. Nunca había reparado en ello, pero ahora, en este caminar solitario, fiel como siempre, se movía justo ahí delante de mí, paso a paso, manteniendo mi ritmo.
Rememoré momentos difíciles de mi vida, caídas inesperadas en roques, con la bicicleta, en la playa. Nunca me había abandonado. Cuando yo caía, seguía junto a mí, en silencio, y permanecía ahí hasta que lograba levantarme.
No tardé mucho en reconocer que se comportaba como un verdadero amigo, alguien capaz de acompañarme siempre, en cualquier momento y circunstancia de la vida. Les parecerá una locura, pero soy capaz de jurar que se mantendrá ahí, frente a mí, a mi lado o a mi espalda, hasta el último momento y eso, quieras o no, ahuyenta cualquier sentimiento de soledad y hasta en los momentos más delicados, se siente uno acompañado.
Observando mi sombra, sonrío. A pesar de mi interés obsesivo en esperar su reacción, ella no hizo el más mínimo intento para devolverme la sonrisa.

José Manuel Espiño Meilán, caminante y escritor.
Espiño Meilán, José Manuel
Espiño Meilán, José Manuel


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