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José Luis González-Ruano, el escritor (9)

miércoles, 03 de abril de 2024
"Ulises y la Garita azul"

"Tu sabes, Ulises, que en una isla es inevitable sentir el mar que nos rodea, aunque no lo estamos viendo. Por eso, hijo, los habitantes de una isla nunca perdemos la gracia del mar, por muy lejos que estemos de él. Sabemos llevar con nosotros el peso del aire y la sal. Y es que somos como gaviotas, que temporalmente pudiéramos perdernos tierra adentro, pero que al final siempre buscaríamos la presencia entrañable de la luminosa libertad marina.
Todas las islas del archipiélago están llenas de esa luz. Conservan el hechizo luminoso del fuego de su propio origen."

Capítulo "La isla", página 9.

Con esta entrañable presentación -"Y es que somos como gaviotas..."-, el autor, padre, se dirigía a su hijo Ulises, junto al mar, en una tarde otoñal que anunciaba lluvia: - "Ahora corramos, hijo, que ya está la tierra abriendo sus poros sedientos para recibir las primeras aguas del año", hace treinta y dos años. Iniciaba de este modo, un canto a la vida descrito del modo más didáctico que se pueda lograr. Tan bella es la redacción que más de una vez, a lo largo de una lectura que me supo a poco y me llevó a releerla una vez más, me recordó la sencillez y belleza estética que nuestro entrañable Juan José Luis González-Ruano, el escritor (9)Ramón Jiménez nos transmitió con su obra: Platero y yo. Era ésta la primera publicación del autor, acababa de cumplir treinta años y su hijo tenía tres años cuando con Buba, su caniche y de la mano de su padre recorrían ese litoral tan entrañable de charcos, charcones, riscos, playas y bufaderos.
"La Garita, Ulises, fue siempre azul. Se perdía hacia abajo adentrándose en el azul del océano y se cubría de azul con los cielos límpidos de primavera.
Tendría yo tu edad, hijo, cuando llegué aquí por primera vez. ¡Aún recuerdo su olor a mar! La espuma desbordada de las olas rompiéndose en pedacitos contra las rocas y derramando en el aire un rocío salado que el viento me traía de cuando en cuando. Como no había tantas casas grandes, como ahora, se podía ver cómo los olas se abrían en mil burbujas en una playa y cómo las transportaba el viento, en forma de brisa fresca, hacia la otra. Cada vez, hijo, se hace más difícil el poder sentir de esa manera el abrazo limpio de las fuerzas vivas de la naturaleza."

Capítulo "La mar Garita Azul", página 13.

Leo y releo este libro en busca de señales que me permitan radiografiar los profundos cambios experimentados en el sector costero del municipio teldense y por extensión en toda la isla. Medio siglo, quinquenio arriba quinquenio abajo y la costa ha sufrido un cambio extraordinario en su semblante. Se presenta en la actualidad bastante más urbanizada, las arenas no discurren ya entre las playas de la Garita ni tampoco entre las playas del Hombre,Taliarte, Melenara y Salinetas o las más próximas entre sí, Aguadulce y Tufia. Ni la arena, ni la brisa, ni siquiera la flora autóctona asociada a un litoral agrícola se conservan como entonces. Soberbias y espléndidas palmeras canarias y tarajales lozanos que salpicaban barranquillos, lindes y senderos agrícolas de una vega de Telde que se extendía aún hasta la costa, hoy han desaparecido o languidecen sus últimos ejemplares, en unos terrenos abandonados o convertidos ya en suelo urbano. Peor suerte han corrido muchos de los poblados trogloditas de toda la costa, pues como muy bien recoge José Luis en esta obra, desaparecieron un buen número de ellos. Quedan vestigios de algunos, intentos desesperados por atrapar el interés de alguien, pero, solos y mudos, ¿sobrevivirán de tal modo mucho tiempo?
"Como ya te he dicho otras veces Ulises, aunque el mar sea un rico vivero que pudiera permitirnos un sustento suficiente, no es inagotable. Y es que si acosamos siempre a la misma especie en el mismo lugar, acabaremos perdiendo la especie y el lugar. Porque no podemos ignorar los ciclos biológicos de los habitantes de nuestros fondos. Y eso lo han sabido siempre los marineros más viejos. Lo sabe, hijo, el hombre que a veces vemos sentado en la orilla, con la nostalgia del mar en esos ojos que se clavan fijos en el horizonte. Ese hombre que ya lleva más mar que sangre en sus venas. Tanta, que todo él parece un mar en calma."
Capítulo "San Borondón", página 18.

Es este libro un canto a la belleza pero es también un aviso a navegantes. Una y otra vez nos recuerda con nostalgia otros modos y otras costumbres de acercarse al mar y la tierra. Salinas, yacimientos arqueológicos, dunas, pardelas, ballenas, tortugas... hasta el encuentro casual y excepcional con un frailecillo en la playa de San Borondón. José Luis sentía una enorme admiración y respeto por los hombres del mar. Recuerdo hablarme de uno de sus grandes anhelos, -rondaríamos los dos la cincuentena-, caminábamos por el litoral del Castillo del Romeral a la búsqueda de aves invernantes. Unos pescadores trasteaban con unas nasas, reforzándolas con alambre nuevo. José Luis se detuvo cerca y observó con calma el trabajo de los dos hombres.-Jose -manifestó a continuación, al tiempo que retomábamos el paseo por el saladar-, te voy a confesar un deseo recurrente que me aborda cada vez con mayor fuerza. Voy a comprar una cámara reflex, unos objetivos y me gustaría dedicarme a fotografiar rostros y faenas de marineros en todas las islas. Buscarlos, hablar con ellos, palpar su vida para preparar luego un trabajo distinto, visibilizarlos de una manera diferente, tal vez utilizando una exposición multidisciplinar, instalaciones, textos, fotografías, jornadas, encuentros, registros orales... en su momento lo maduraré. Lo que sí tengo decidido ahora es aprender la técnica fotográfica, ya me dedicaré al proyecto cuando me retire. Amigo mío, a este mundo artesanal le queda muy poco tiempo." En aquel momento, pletóricos de fuerzas los dos, ni a él ni a mí se nos pasaba por la cabeza jubilarnos algún día.
"Nosotros, Ulises, hemos disfrutado muchas veces de la paz serena y oculta del mar y las rocas en lugares de nuestra playa como el Dormidero, donde descansan panchonas, sargos y galanas, esperando la bajamar que ha de obligarlas a abandonar su refugio. ¡Imaginas, hijo, cómo debió ser este lugar hace siete siglos! Probablemente casi igual que ahora, porque los cambios naturales de la tierra necesitan de mayor tiempo para ser apreciables. Pero, seguro que también serían distintos, hijo. La Garita estaría colgada como un balcón aireado sobre la gran plaza azul del océano. Todo sería sólo un amplio espacio abierto a la sinfonía natural del viento y el mar. Y, profanando esa mística marina, un hombre de torso fornido y desnudo caminaría descalzo y sin prisa, buscando entre las rocas las algas, el marisco y el pescado que llevaría después al poblado cercano."
Capítulo: "El poblado aborigen", página 28.

En su interior siempre hubo afán por descubrir, o tal vez por redescubrir desde su óptica personal enriquecida por una rigurosa visión antropológica del mundo, su entorno. Un mundo reciente, cierto, pero donde sus referentes esenciales en la transmisión de esa pulsión natural, Jacques Cousteau, y David Attenborough cimentaron ideas y concepciones propias. No fueron los únicos pero sí los más determinantes. Esas islas sin tiempo, sus islas azules, se perfilarán como algo tangible en su obra "El archipiélago nómada. Un viaje libre y salvaje por las islas Canarias", publicación a la que hemos dedicado el segundo artículo.
"Ahora que hemos llegado a los fondos de La Punta de La Reina Mora, donde la isla se adentra decidida en el océano, te voy a enseñar la guarida de un viejo conocido. Mira, allí abajo, junto a aquellas rocas agrietadas, vive el que considero mi amigo, el pez abade. En muchas ocasiones nos hemos hablado con el silencio comprensible de nuestras miradas, porque, a veces, también los ojos sirven de lengua, hijo. Sabe que yo sufro, como él, el lamento azul de este mar herido. No sé si confía en mí. De todas formas, deja que me aproxime a su escondite y aguarda intranquilo en la entrada. No puede evitar ver en mí al ser humano que soy."
Capítulo: "El buque naufragado", página 46.

La comunicación con los seres vivos, entendiendo por ello todos los seres, sin exclusión alguna: plantas, animales, rocas, agua, luz, energía... del planeta Tierra es una fortaleza en José Luis excepcional. Era capaz de hablar con la mirada, con el movimiento de sus manos, con el silencio y la quietud, con cada uno de los seres que le rodeaban. Sentía el mar y se comunicaban. Hablaba con sus canarinas -como le gustaba llamar a los bicácaros- en su finca enclavada en el monteverde y con las aves en el tarajal. Por eso destilan tanta emoción y sensibilidad sus escritos.
"Un árbol, Ulises, es como un hombre grande y viejo que con el tiempo se fuera llenando de historia y que, a la vez, fuera testigo inevitable de las historias de los demás. La historia de cada árbol, hijo, está escrita en el corazón circular de su tronco leñoso y casi siempre habla del tiempo: de años fáciles y húmedos y de años duros y secos. Y el árbol viejo sabe que esos años fueron así también para todos los que vivieron a su sombra."
Capítulo: "El árbol del mar", página 49.

Lección de vida a través de la pedagogía de un árbol. Hay un expresión popular gallega que dice: "Gardar nas risas pos choros" que viene a decir que los tiempos no son siempre de bonaza -buen ejemplo de ello es el actual con la pandemia del coronavirus- y que en los buenos momentos debemos reservar algo para los difíciles que también vendrán. José Luis nos sorprende con este capítulo donde el árbol es la vida y el mar es la vida y la vida de uno y de otro deberían gozar del máximo respeto, algo que el ser humano, a pesar de las advertencias de la naturaleza, no acaba de comprender o, peor aún, no quiere hacerlo.
Con el último capítulo titulado: "El último paisaje", termina esta publicación, la primera del autor y la última en comentarles. Finaliza también mi periplo literario por la producción escrita de José Luis. En este capítulo, su autor, resume lo más importante de la vida y como, si no lo vivimos, es muy fácil perderlo... todo. Gracias por compartir con su lectura el homenaje a mi gran e inolvidable amigo José Luis González Ruano.

Mientras quede la última gaviota
me acercaré al borde del océano
y esperaré a que remonte su vuelo
para escuchar su graznido en la costa.
Y mientras traiga el nordeste su viento
a este santuario de calma agitada,
me sentaré a la sombra del aire
para recibir su salado aliento.
Y aunque sólo quedara el sol radiante
para volver al árbol y a la roca,
lo buscaré en el tiempo de la arena
y en la última paz azul del paisaje.

ULISES, aún nos queda la memoria. Ya has visto que la roca es algo más que la roca, que el sol es algo más que su luz benigna, que el aire es algo más que su aparente vacío, que incluso el mar es algo mas que todo el mar. Ya has visto, hijo, que todo es la vida. La nuestra y la de los animales y plantas que nos acompañan. Y los has visto aquí, encendido con el azul de La Garita, como pudiste haberlo visto en cualquier otra parte. Porque, en cualquier parte, siempre habrá algo, hijo, que nos hablará de la increíble aventura de la vida. Algo que nos hará sentir el pulso animado de la naturaleza. Una brizna de hierba o de hombre que crecerá, sin duda, en otro paisaje. Ulises, aún nos queda la memoria... y la voz."

José Manuel Espiño Meilán, lector agradecido de su obra, amante y defensor de la vida y del camino, ecologista y docente, buen amigo.
Domingo 29 de Noviembre 2020
Espiño Meilán, José Manuel
Espiño Meilán, José Manuel


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