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La Graciosa. El último paraíso.

domingo, 04 de febrero de 2024
Dedicado al hombre capaz de construir un relato propio sobre un pirata legendario,
de sobrenombre Cabeza de Perro, y su tesoro escondido.

"La literatura siempre estará a la altura de nuestras ilusiones" -afirma el escritor José Luis González Ruano en su capítulo dedicado a la Graciosa, bajo un singular título que me llevará hasta las arenas de una espléndida playa: "El aroma del océano en las arenas de Ambra".
La Graciosa. El último paraíso.
Lo cierto es que leerle en La Graciosa es sentir cerca al escritor y al amigo:
"Decido tomar nuevas notas en mi cuaderno de tapa dura, escrutando los signos de la isla, las pequeñas distancias geográficas, las elevaciones visibles, los límites naturales, los escondrijos alcanzables, el flujo de la marea, la amplitud de los arenales, las peñas negras y solitarias y los relieves que coronan la división de las aguas. ¿Qué exploro? Lo comprendo casi todo. Hay un lugar para el secreto en el confín de la sabiduría natural".
José Luis no pudo volver -entiendo que en cuerpo físico, con la pulsión propia de lo terrenal, pues cualquier otra elucubración es para mí pura conjetura-, aunque ese era su deseo: "Volveré", como afirmaba al término del párrafo antes reseñado.
Ahora soy yo quien está aquí, recorriendo tal vez la misma senda, como una continuidad en la existencia de un ser universal y eterno. Tambien a mí me sucederán otros que tras mis huellas -acaso sin saberlo-, transitarán estos espacios en busca de una emoción, una aventura, un sentimiento. Siempre será distinto. La búsqueda del tesoro, del cofre maldito del temible pirata Cabeza de Perro, no me mueve a mí. Nunca he construido un relato propio sobre el pirata nativo. Yo ansío conocer la vida atrapada en este paraíso, observar la vida vegetal y animal, escuchar sus latidos y penetrar en ella. Busco la emoción de la pulsión geológica que propició el volcán en esta tierra esperanzada.
Y sé que hoy aquí soy tan irrepetible como lo fue entonces el escritor José Luis y lo eres tú, lector que ahora te acercas, conscientemente a la octava isla a través de mis palabras. Todos ellos son mil modos distintos de interpretar la isla, de sentirla íntima, de quererla y gozarla.
Este artículo, que comienza con este breve relato, es el mío, pues soy yo quien inicia emocionado este periplo.
Pero quiero antes rescatar un párrafo más de este escritor que admiro, no en vano sus palabras registran fielmente mi pasión por los caminos.
"Escribo sobre la creatividad del viaje, vagabundo de las islas. Es una continuidad simbólica. Nada supera a la fuerza arrolladora de un lugar escondido y salvaje. Anima a seguir descubriendo libremente. Andar se vuelve un propósito auténtico, sin otra utilidad inmediata".
La mañana del pasado día dieciséis de enero me encontraba en un barco, camino de La Graciosa. Una singular travesía de no más de media hora bajo un cielo encapotado, inusualmente cubierto de negra nubes, gozando de un mundo sonoro y visual de rayos y truenos. Una tormenta que, sin embargo, no descargó agua alguna sobre la isla, más allá de un puntual aguacero que apenas duró unos minutos.
Era un periplo inicial, una senda que me llevaría a tomar la pulsión de las fuerzas vivas de la naturaleza, a escuchar sus volcanes, a sentir la estremecedora acción del agua en sus pequeños barrancos -no es necesario que corra de un modo permanente para saber de su poder erosivo-, a extasiarme con la vida vegetal en su titánica lucha por la supervivencia, a admirar la minúscula fauna endémica presente por doquier o sorprenderme con especies vertebradas e invertebradas que rememoran épocas pretéritas o sintiendo las islas, paradisíacas, al observar los vuelos de sus aves.
Era el inicio de una ruta que convertiría en singular y único el discurrir de un gran recorrido, el GR 131. Singular porque serían las circunstancias particulares de cada ruta quienes definirían el trayecto realizado, único porque se definiría ruta a ruta, tomando el recorrido oficial del GR 131 como referencia en el camino pero no como un trayecto inalterable. Único también porque cada persona escribe su propio camino.
Se trataba en suma de un viaje pergeñado por un grupo de amantes del senderismo y de la montaña que bautizaron el periplo como "El camino de Canarias".
La Graciosa. El último paraíso.En él se consideró que la Graciosa debería estar y convertirse en la primera etapa y la primera isla a recorrer y en ella lo iniciamos.
La playa de las Conchas es la primera referencia para iniciar la aventura. La limita por el norte el morro de Los Entraderos y tras él, los Llanos de Las Majapalomas. Es ésta una forma arriesgada de circunvalar montaña Bermeja y acercarse a Punta Gorda, el saliente más salvaje y solitario de la isla. Un mar de escorias intransitable que exige un respeto natural antes de acceder a Los Arcos, una serie de formaciones geológicas producto de la erosión marina, que nos permiten escuchar la respiración del océano y su incansable trabajo erosivo en las entrañas de la isla. Hay belleza y emoción en este paisaje negruzco. Cada arco es un mundo diferente y todos sugieren una invitación al averno. Merece la pena sentarse y escuchar la musical poesía del paisaje. Merece la pena un acercamiento sensorial más allá del auditivo. Acariciar las piedras, columnas basálticas que nos recuerdan los órganos de la Gomera, seguir con la mirada el caminar incansable de los cangrejos rojos por las zonas humedecidas por el embate de las olas, olfatear la pureza del salobre, saborear la sal de la vida, sal pura que observamos en cada pequeño charcón a donde llega la marea. Sentir.
Discurro ahora sobre la arena, siguiendo la serie de los cuatro arcos naturales, alguno tan en precario equilibrio que amenaza desplomarse en cualquier momento y, caminando sobre la desnuda roca volcánica donde destaca la albura de las arenas que la rodean, me encuentro con otro arco más pequeño. Mientras, el mar azul nos alerta de su presencia, revelándonos que él y sólo él es el artífice, el abnegado labrante de este paraíso geológico.
Es importante señalar la senda, hablar de la senda, recomendar la senda, utilizar la senda. Una senda que discurre paralela a la linea de costa, con un trazado suave, siempre llevadero, y que no exige nada más que un poco de prudencia. Así es. Es una senda blanda, como deberían ser la mayoría de las sendas y senderos de las islas. Blanda y natural porque discurrimos sobre un sustrato poco firme, que se adapta unas veces a nuestra pisada moldeándola, -sustrato arenoso-, firme y escoriáceo otras -sustrato rocoso-, siempre sobre el propio suelo forjado por la naturaleza, no generado por el ser humano -hormigón, cementos en sus más variadas presentaciones, artificiales y artificiosos suelos de PVC u otros polímeros...-, libre de estructuras agresivas, costosas, generadoras siempre de un impacto notable en el ecosistema y en el paisaje.
Simplemente dos hileras de piedra volcánica, propias del lugar, colocadas a mano, situadas a ambos lados del estrecho sendero, previenen de eventuales tropiezos, asegurando a un tiempo el respeto a los espacios colindantes y a los seres que los habitan.
Seguir esta senda nos permite conocer la isla sin contratiempos para uno y para ella. La afluencia humana a este espacio tan reducido es de tal magnitud que, sólo el respeto, un profundo respeto de cada visitante, permitirá la continuidad de su esencia que, a pesar de la presión que sufre, aún se le presume salvaje.
Tal vez sea esta la razón de una presencia inusual de libélulas. Lo cierto es que observarlas se convierte en una constante del camino. Cientos de libélulas de una especie que me sorprendió en un principio pues no supe identificarla ya que era la primera vez que tenía contacto visual con tales odonatos. De un tamaño algo inferior a la libelula emperador pero anatomía similar, son igual de activas y vuelan por doquier. Su coloración abdominal es parduzca, lejos de los llamativos brillos metálicos azulados de Anax imperator, pero una vez indagada la presencia de otras especies de Anax en esta isla, ratifico la localización de Anax parthenope en la página Biota del Banco de datos de Biodiversidad de Canarias, como habitual en esta isla. La pregunta es obvia: ¿Hay insectos suficientes en estos parasjes para alimentar a una especie tan depredadora cómo la libélula? ¿Habrán llegado masivamente, de forma voluntaria o involuntaria, trasportadas por vientos saharianos en cualquiera de los últimos episodios de calima? En un principio me pareció la respuesta más plausible pues, lo que era obvio para mí es la inexistencia de zonas húmedas en la isla -no he visto una en todo mi periplo- y el arrastre aéreo justificaba la proliferación inusual de estos odonatos. De algo estaba bien seguro, su presencia significa una generosa fuente de alimentos para los alcaudones, cernícalos y otras aves insectívoras que hasbía observado a lo largo del periplo y, ¡cómo no!, una especie de maná complementario llegado del cielo, para los reptiles endémicos presentes en la isla.
Sonrío. Me encantan las preguntas para las que muchas veces no encuentro respuesta pues alimentan mi insaciable curiosidad.
La extensa playa de arenas blancas conocida como playa de Lambra, playa de Ambra o playa del Ámbar -nos quedamos con este término si tenemos en cuanta la toponimia del mismo-, nos presenta un universo acuático sobre rasas singulares, salpicadas de multitud de charcones, llenos de vida. Jamás he visto tanto “burgao” -burgado para la Real Academia Española que lo define como pequeño caracol terrestre, cuando en Canarias nos referimos a gasterópodos marinos-, en el fondo de un charco. Y esta abundancia se repite en todos los demás. Hay restos de alquitrán -piche para los canarios, que nos gustaría ver reconocido éste y otros términos en el diccionario de la Real Academia Española, como se reconoce chapapote para esta definición como término uso en Galicia y Cantabria-, formando viejos costrones sobre las rocas. No son muchos los costrones, pero nos hablan del alcance y los efectos que la contaminación provocada por el ser humano tiene sobre cualquier lugar del planeta. Hay algas en esta rasa y mucha vida en cada piedra de este litoral.
Elevo la vista y observo el mar. Alejadas de la senda, marisqueando en la rocosa orilla, una pareja de espátulas maquillan de blanco el horizonte azul. Sus brillantes picos espatulados, de color negruzco, patrullan cada charco, en busca del generoso alimento que el océano les oferta.
Camino del primer núcleo habitado, Pedro Barba, un bufadero revela su comedida sonoridad en un mar en calma. Apenas el chingo -canarismo que no es recogido en ninguna de las dieciséis acepciones que registra el diccionario de la Real Acandemia-, que provoca es capaz de levantar una minúscula imagen de blanca espuma.
Mi vista busca el horizonte, un inusual horizonte recortado por dos roques y dos islotes. De izquierda a derecha Alegranza, roque del Este, Montaña Clara y, más lejano, el roque del Oeste.
Sorprende que en este paisaje dunar de arenas extremadamente blancas, encontremos una miríada de caracoles fósiles, los restos fósiles de un sinfín de caracoles terrestres de un color tan blanquecino que rivalizan en albura con las mismísimas arenas. La isla no podemos leerla con los ojos de una vida humana. Si pensamos en tiempos geológicos, la isla vivió etapas más húmedas donde esta explosión de vida gasterópoda tenía su razón de ser. Hay mucho más que descubrir en el mundo invertebrado de la isla, hay especies exclusivas de la isla que nos sorprenden con sus estrategias de adaptación al medio, pero la tentación del encuentro, del estudio, de la observación e investigación propias, la dejo abierta a la curiosidad de cada caminante que la recorra.
Las plantas que colonizan este inmenso arenal son plantas muy singulares, capaces de sobrevivir con muy poca agua. Se lleva la palma la aulaga, capaz de perforar el arenal con sus profundas y extensas raíces en busca de humedades inexistentes en superficie. Su capacidad de supervivencia es tal que deja secar una buena parte de su estructura aérea arbustiva si así lo exigen las condiciones impuestas por el inhóspito clima. A la sequía, la planta responde sacrificando parte de su cubierta vegetal, pero no muere. Capaz de detener el avance de una duna, de sujetarla con firmeza con sus raíces, establece una lucha continua con ella, donde aquélla pretende sepultarla y la planta se empeña en detenerla, por eso observamos su porte almohadillado verde, sobresaliendo sobre la arena. No siempre vence la planta en esta lucha eterna y por eso observamos algunos ejemplares muertos, totalmente secos, cadáveres arbustivos a merced del viento.
Otra planta es capaz de llevar a cabo el milagro de la vida buscando el agua dulce necesaria en el mismísimo océano. Es del spray marino de donde la obtiene. Sus suculentas hojas lo reciben cargado de sal y lo procesan, separando estas sales y expulsándolas luego. Estas verdaderas desaladoras naturales tienen un nombre: uvillas de mar. Junto a la aulaga, son las dos plantas arbustivas más habituales en la isla.
El antifaz de un alcaudón destaca sobre un pequeño palo, su quebrado canto lo vuelven inconfundible. Su regalo de Reyes ha llegado por el aire en forma de libélulas y él sabe que su abundancia garantiza su alimento.
Hay que caminar para encontrarse con las casas blancas y ventanas azules de Pedro Barba. Sobre una planta cactácea que se eleva en afilados brazos erizados de púas, dos cuervos guardan precario equilibrio.
Pedro Barba es silencio y paz. Pedro Barba es encuentro con la playa posible, segura, apetecible, atractiva. La caleta de Pedro Barba convierte en realidad el baño deseado.
Tras la frescura de unas aguas transparentes, la senda se torna rocosa pues bordea a media altura los Morros de Pedro Barba. La oportunidad de ver la costa desde esta altura oferta nuevas perspectivas para quien sepa detenerse y observar con sosiego. Si algún tramo entraña peligro, sin duda es éste. No debemos perder de vista donde ponemos los pies y si queremos observar, recuerden siempre que deberemos parar.
Se suceden un par de recoletas playas, de tamaño reducido. Playas que anuncian la intimidad buscada por sus escasos usuarios. Se trata de la playa formada en la desembocadura del barranco de los Conejos y las playas de Las Caletas, al abrigo de la Baja del Ratón.
Surge el pueblo de Caleta de Sebo así, de repente, con la aparición de la primera casa blanca con ventanas y puerta coloreadas de azul. Alegra el encuentro con sus primeras calles de tierra que sugieren una continuidad del espacio natural internándose en el espacio habitado. Luego el núcleo urbano se vuelve más urbano y las casas se ubican a ambos lados de unas pocas vías más transitadas.
Es aquí donde termina la primera etapa. Permaneceré en Caleta de Fuste esta noche. Es bueno gozar del atardecer. De seguir el periplo, un par de playas no se encuentran tan lejos y es tentador gozar de las límpidas aguas en la bahía del Salado o en la playa Francesa -escuché a alguien en Caleta, denominarla de los Franceses-.
Luego me dejaré llevar por otro ritmo, el ritmo y el tiempo que marcan la isla y sus gentes. Degustar los productos que oferta su litoral y saborear -nunca esconderé mi pasión por el vino- cualquier caldo, siempre extraordinario, de Lanzarote, la isla que mañana comenzaré a recorrer.
Mientras, el cielo se muestra encendido, con las tonalidades rojizas y amarillentas de un incendio inexistente. Observar la puesta de sol en La Graciosa es difícil de narrar. Las palabras mal pueden describir estados emocionales tan profundos como intensos. Cierro los ojos ante la visión del sol agonizando tras el horizonte lanzaroteño y busco el libro de José Luis en la mochila para retomar su lectura.
"La insularidad es una práctica salvaje, un sentimiento compartido, porque desde las islas el horizonte es una llamada. El límite del mundo para un isleño está al final de un relato que se cuenta a los hijos para que no se pierda en la inmensidad del océano y del tiempo"-.
Oscurece ya sobre la isla. Frente a mí los farallones que forman parte de este Parque Natural del archipiélago Chinijo que es también Reserva Marina y Reserva Integral.
Son las tinieblas del acantilado quienes provocan en mí una nueva llamada, la llamada de una isla aún caliente por los últimos volcanes que remodelaron gran parte de su territorio. Son ellos, los acantilados de Famara, testigos de un paroxismo geológico sin igual, al desplomarse sobre el océano parte del macizo. Los valles decapitados definen una quebrada silueta en la línea superior del acantilado. Este perfil observado revela el cataclismo generado por el deslizamiento gravitacional de una buena parte de la isla emergida.
Libre mi entorno de contaminación lumínica, cierro los ojos bajo un cielo cuajado de estrellas. Lanzarote es la isla que mañana comenzaré a recorrer.

José Manuel Espiño Meilán, escritor, viajero y caminante.
Espiño Meilán, José Manuel
Espiño Meilán, José Manuel


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