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De la vida y de la muerte

domingo, 01 de octubre de 2023

Dedicado a mi estimada amiga Miriam Monzón Vega. Tras el dolor, enorme y duradero
de un ser querido, es necesaria la reflexión y el sosiego porque vida y muerte no son más
que las dos caras de la misma moneda, la incuestionable conclusión al hecho de vivir.

Mil palabras, ni una más. Este es otro de mis prometidos artículos cortos.

Siempre quise hablar de la vida y de la muerte aunque jamás consideré necesario manifestarlo, pues lo vengo haciendo a lo largo de mi vida sin necesidad de articular palabra alguna. Innecesario es explicar, aunque existan antagónicos conceptos en los diccionarios consultados y, sobretodo, en el diccionario de la vida, que ambos términos forman parte del ciclo de nuestra existencia.

En mis salidas al campo, las semanas se suceden, los meses pasan y las estaciones se presentan, una tras otra, sin cambio alguno, más allá de un retraso en las lluvias De la vida y de la muerteotoñales o el oleaje que arrastrará la arena para devolverla en otra estación, los fríos del invierno o el rigor de los calores en verano a pesar de que, curiosidades del mundo en que vivimos, los medios de comunicación nos dibujen estos cambios en el clima, no como hechos propios del momento estacional en el que nos encontramos sino sometidos a parámetros alarmistas, cada vez más extremos, cada vez más cansinos.

No niego la existencia de cambios en el comportamiento estacional, nos sorprenden alarmantes riadas, voraces incendios, destructores pedriscos o implacables terremotos, pero tales cataclismos, con mayor o menor virulencia, han sucedido siempre. No dispongo de recuerdos personales más allá de mis seis décadas de existencia, pero he sabido de incendios que se cobraban decenas de víctimas y riadas que acabaron con la vida de cientos de personas, maremotos, corrimientos de tierras, volcanes y dantescos terremotos. La hemeroteca está ahí para confirmarlo.

A nadie se le esconde el paisaje seco y pajizo de finales del verano, lógica consecuencia de una sequía larga, a veces severa, como nadie se asombra del lujuriante verdor que trae un episodio de lluvias continuas, donde la flora nos da la impresión de que va a mantenerse siempre verde.

No es así, nada es eterno, y lo sabe nuestra memoria, nuestro cuerpo, la realidad de unos años que se suceden con la rapidez de las estrellas fugaces.

Y observo como cambian las plantas, estación tras estación, como nacen y se desarrollan, como se hacen adultas y se reproducen, como soportan el estiaje o cómo, pletóricas, retienen gozosas el agua que son capaces de almacenar, en cada una de sus células cuando la estación húmeda es propicia. Pero pasa la estación, pasan las lluvias, llegan los calores y, de un modo u otro la planta continúa su crecimiento inexorable, con parámetros que, analizados desde una óptica emocional, dan la impresión de ser imperecederas, eternas.

Llega uno a creer que nunca mueren y, cuando sucede tal contrariedad, pocas veces lo achacamos a causas naturales sino acostumbramos a considerarlo fruto de la mala praxis del ser humano que las tala, mutila, arranca, entierra, destroza... Y tampoco es así. Ellas también mueren para vivir.

Pero para verlo hace falta una mirada más bondadosa, más sincera e imparcial con el mundo botánico que nos rodea, con el ecosistema. Ese escenario que cada día se nos presenta distinto, nos oferta una enseñanza suprema: todo ser que vive morirá para seguir viviendo.

Y así, en mi última visita a la montaña de la Majada, cuando las primeras lluvias otoñales alimentaban las raíces de cada una de las plantas que conformaban el tabaibal-cardonal, un cardón iba a utilizarlas de un modo diferente. Aquel cardón estaba seco, su oscura coloración hablaba de un estadío más allá de la preocupación por crecer y florecer. Sus doblados y macilentos tallos, algunos ya caídos, sin fuerza alguna, secos y arrugados, sabían que aquella lluvia les permitiría disolver sus valiosos nutrientes, ablandar sus células apagadas, rígidas por la sequedad, incorporar sus tallos a la tierra y favorecer su conversión en sustancias simples de materia orgánica, De la vida y de la muertealimentando así al pequeño cardón que crecía a su lado, a la tabaiba y al espino de mar, al incienso y al cornical, convirtiéndose de tal modo en dador universal, en regenerador del ecosistema, en vida más allá de ese concepto trasnochado y negativo llamado muerte.

Aunque el planteamiento parezca muy simple, tal vez esa misma razón lo convierta en una verdad incuestionable. Si, analizándolo desde esta perspectiva, lo aplicáramos al ser humano, muchos planteamientos filosóficos y religiosos dejarían de sustentar el miedo a la muerte, dejarían de nutrirse de perspectivas antagónicas de eternidad según su proceder en este, también concepto trasnochado, valle de lágrimas. Sin planteamientos basados en la fe y en creencias indemostrables, sabemos que somos eternos porque nuestros cuerpos están formados de materia y energía.

Yo transmito lo que observo. El verol y el cardón de las fotografías están en proceso de descomponerse y convertirse en nutrientes, capaces de alimentar y enriquecer la materia orgánica de otro cardón, otro verol -ver las restantes fotografías adjuntas-. En éstos, en su esplendor y belleza, se observa, no sólo su plenitud vital, sino la de aquellos otros que han contribuído a alimentarla, en cierta manera a eternizarse en las nuevas plantas, pues no sólo son sus nutrientes esenciales, sino una carga genética que los hará más fuertes, más hechos al entorno, más singulares y diversos.

Junto a ellos, otros cardones, otros verodes, turgentes y fuertes respondían a la llamada de las primeras lluvias aumentando el grosor de sus suculentos tallos, con la formación de hojas y flores, ampliando su sistema radicular.

Ninguno de ellos sabía que, antes o después, su destino sería contribuir con sus cuerpos a alimentar otras plantas de la montaña, a ejercitar ese verbo con connotaciones tan negativas para el ser humano: morir. Ninguna lo sabía pero a nadie le importaba porque un año más, la lluvia había vuelto y con ella la vida, la regeneración de las plantas, la esperanza de nuevo al tabaibal-cardonal.

Multitud de insectos, lagartos, conejos y una esperanzadora variedad de aves se asomaban ya al cuerno de la abundancia vegetal pues, sin ser más conscientes de su importancia que la que les procuraba su instinto animal -al menos eso es lo que cree el ser humano en su limitado conocimiento sobre el comportamiento y el desarrollo cerebral animal-, contribuían a la salud y el equilibrio del ecosistema, a mantener el milagro de la vida.
Espiño Meilán, José Manuel
Espiño Meilán, José Manuel


Las opiniones expresadas en este documento son de exclusiva responsabilidad de los autores y no reflejan, necesariamente, los puntos de vista de la empresa editora


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