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El último lagarto

domingo, 28 de mayo de 2023
Cuando la biodiversidad se empobrece alrededor del ser humano, todos perdemos.

Estoy sentado frente al ordenador, luchando contra el malhumor y el coraje que me llevaron a iniciar el presente artículo.
Es desolador confirmar aquello que se intuía como una verdad anunciada, un triste destino, inapelable para la población de lagartos endémicos. Desafortunadamente, que se cumpliera el presagio, ante la inoperancia manifiesta de quienes deberían poner medidas para evitarlo, sólo era cuestión de tiempo.
Faltaba el caballo de Atila para completar el desaguiado, la puntilla que rematara la faena de la desaparición. Y llegó. Tan infausto heraldo tomó forma, esta vez, de un número creciente de roulottes y de tiendas de campaña con sus bidones de agua, sillas, mesas, sombrillas, pérgolas y otros enseres, ocupando el territorio y dejando entrever que el montaje era para largas estancias, para fiestas y asaderos El último lagartoincontrolados en la misma playa o en la desembocadura del pequeño barranco, para música nocturna, botellones y juergas de madrugada, en suma, para la consolidación de una masificación ilegal sobre una zona impropia para tales usos pues carece de los permisos necesarios -lógico si la propiedad jamás se planteó un camping en sus terrenos-, como carece de control policial ni vigilancia alguna.
Y es que el ser humano como especie, es un depredador de los espacios libres, sean de titularidad pública o privada. Y digo un depredador porque de un modo u otro incide con su asentamiento o con su presencia en el espacio ocupado y sus alrededores y, si nadie pone coto alguno a su ocupación y mal uso, convierte algunos de estos lugares en campamentos improvisados, una especie de campos de refugiados por unos días que, al carecer de los servicios básicos necesarios para el discurrir del día a día de los seres que los ocupan, serán los servicios propios de la playa, ideados para otros menesteres como ducharse antes y después de entrar en el agua para evitar choques térmicos, quitarse el salitre, limpiar los pies de arena a la salida de la playa, los que utilizarán para otras necesidades, incompatibles con la preservación del medio natural y un uso racional del agua. Así, el día comienza con personas de ese campamento provisional duchándose con jabón, champú y suavizante sobre la misma arena de la playa, algunas desnudas pues... -¡qué problema hay!, el que no quiere ver que no mire -razonan quienes no ven otra cosa que su propio egoísmo sin pensar que por el paseo transitan otras personas que pueden no opinar de igual modo-, cogiendo garrafas de agua para la camida, para lavar los cacharros, para colocar una manguera y dar servicio al asadero...
Del mal uso y del todo vale, al vandalismo hay poco trecho. Y, más corta es esta distancia si encima no existe control alguno.
No estamos elucubrando sobre algo que pueda suceder. Estoy hablando del último puente de este año, el de primero de mayo. Tres días que sirvieron para confirmar un diagnóstico que acarreará muchos problemas en un futuro próximo, tal vez el verano que se encuentra a la vuelta de la esquina, y no sólo aquí en Hoya del Pozo sino en muchos otros lugares donde se acampa, estaciona y se incide sobre el medio -basuras, evacuaciones orgánicas, aceites de coche, ruidos, música elevada..., sin control alguno.
La presión poblacional en la isla de Gran Canaria no es un problema a solventar en el futuro, es una realidad que está ya entre nosotros y que, antes o después, deberemos tratar en profundidad para evitar situaciones conflictivas asociadas a una demanda de servicios no cubierta. Este es uno de ellos. Lugares donde desarrollar actividades de ocio, lugares alternativos y bajo control, donde pernoctar. La presión ejercida sobre los espacios naturales y la ocupación del litoral lo reflejan ya. La respuesta actual de las instituciones que consiste en prohibir o en mirar para otro lado, no soluciona el problema.
En Semana Santa y en el pasado puente, las riadas humanas se dirigieron al sur en busca de sol y playa. Llenaron los hoteles, los complejos turísticos y las casas vacacionales aquellos que pudieron pagarlos. Otros, los menos, disfrutaron de las vaciones en sus apartamentos de verano -cada vez menos pues se ha convertido en un lujo para la mayoría disponer de segunda vivienda-, o pudieron disfrutar de esos días de ocio en el apartamento o vivienda de algún familiar.
Pero hay otras personas, muchas, que cogen el coche roulotte o un colchón si lo que tienen es una furgona, o una tienda de campaña si no disponen de vehículo o el que tienen es pequeño y, a sabiendas de la permisividad imperante -preparémonos para el conflicto que se avecina cuando en verdad se ejerza un serio control sobre tanto asentamiento temporal y a todas luces ilegal, pues cada vez son más las personas que se acogen a esta forma vacacional porque su situación económica no les permite disfrutar de otra, y se despliegan como una plaga ocupando cualquier espacio libre en el litoral la mayoría, o en el interior de la isla los que buscan lugares más apartados-, ocupan cualquier espacio libre que encuentren.
A veces son zonas muy recoletas, en barrancos y barranquillos perdidos en espacios naturales únicos, otros lo realizan sobre la misma arenas de la playa, es el caso de Guguy, la pequeña playa de las Canteras, más allá de Veneguera, las playas escondidas de Arinaga y algún que otro lugar apartado del norte y el oeste de la isla que no mencionaré, simplemente por no aportar ideas para nuevos asentamientos. Otras personas, sobre todo si son grupos familiares, desean disfrutar de servicios cercanos: supermercados, restaurantes, zonas de ocio... buscan aparcar, acampar, pernoctar en las inmediaciones de esas zonas pobladas, donde la presión sobre el territorio es enorme. Para ello aparcan sus vehículos en los escasos espacios sin urbanizar, normalmente los últimos solares sin edificar, en los cauces de los barrancos -léase Arguineguín, zona del Aeroclub, barranco de Silva..., en las mismas calles de la urbanización o próximas a las playas, en zonas naturales limítrofes donde se ha previsto, por sus valores específicos, preservarlas evitando nuevo suelo urbanizable -espacios muy apetecibles y que sólo se salvan de la voracidad urbanística de momento.
Y ahí surge la ocupacion y el conflicto. Todo ayudado por la falta de previsión y la ausencia de vigilancia de las instituciones que tienen la obligación de hacerlo. Ahora explicaré el por qué de todo lo planteado.
El pasado puente de mayo me llamaron vecinos de la urbanización Hoya del Pozo y El último lagartoPlaya del Hombre, en el municipio de Telde, preocupados por la masiva afluencia de roulottes, coches, tiendas de campaña que ocuparon desde la orilla del paseo del litoral el solar que se extiende a su espalda hasta la circunvalación de la costa y fueron progresando la ocupación territorial, hacia arriba, bien con otras roulottes, bien con vehículos, bien con tiendas de camping, delimitando espacios, señalando con bolardos, bidones, garrafas de agua o piedras la zona apropiada por cada campista, favoreciendo de tal modo un uso abusivo, anárquico e ilegal del espacio e imposibilando a otros usuarios de la playa, vecinos y habituales, el uso de las plazas de aparcamiento público.
Me llaman para quejarse y comunicarme todo lo que he redactado al iniciar este artículo, es decir, ruidos, fiestas, asaderos, música sin control en volumen y horas de la madrugada. A todo ello, me dicen, se une la pestilencia propia de un lugar carente de baños públicos y por consiguiente, a excepción de los usuarios de las roulottes, las necesidades orgánicas de la mayoría de campistas se realizaron en el cauce del barranco, en las inmediaciones de los coches, en los terrenos de cultivo abandonados o tras el muro que cierra la urbanización, justo donde el apretón les haya cogido. Me dicen también que la proliferación de moscas en sus viviendas se une a los malos olores.
Me preguntan los vecinos si es esta una zona habilitada para acampadas, pernoctas, una zona acondicionada para roulottes como existen por toda Europa y, sin ir más lejos, por toda la península, Lo preguntan porque han comprobado que muchas de las roulottes no son de ocupación temporal, sino que se han apropiado de una zona de aparcamiento y la ocupan permanentemente.
Les digo que no, que no es un lugar habilitado para ello, que nadie ha solicitado permisos para convertir el área en una zona de camping y roulottes reglamentada, que no se trata más que de otro espacio utilizado ilegalmente, amparado en la desidia institucional, para llevar a cabo una actividad no permitida.
Les digo también que en el caso de que suceda una desgracia -no sería la primera ni será la última-, nadie se hará responsable de ello, siéndolo todos, desde el propietario por no denunciar la ocupación de su terreno, las instituciones públicas por hacer oídos sordos a las denuncias de los vecinos y los ocupas ilegales, que son todos ellos, por generar una zona de peligro -entiéndase bombonas de butano, material inflamable, fuegos de campamento, mal uso del agua..., sin medida alguna de protección para ellos y para los residentes que habitan las viviendas en las inmediaciones.
Les digo que carece de servicios sanitarios, de medidas de seguridad, de vigilancia, y que su obligación como vecinos y como asociaciones vecinales es acudir a las instituciones públicas, a los servicios de protección del medio -Costas, Cabildo, Seprona...-, y denunciarlo, exigiendo entrada en el Registro y su correspondiente copia para poder reclamar, si se diera el caso, ante los tribunales de Justicia, daños y prejuicios.
Les digo que no es cuestión de enfrentamiento entre ellos, que es cuestión de hacer valer la ley y les digo igualmente que la solución no está en encararse con los que ocupan ilegalmente la zona, sino en denunciar los hechos en todas las instancias necesarias, exigiendo luego las responsabilidades inherentes a la dejación y abandono de funciones, algo que sin embargo, es un brindis al sol ante la impunidad y la falta de vergüenza a la hora de dimitir, de todos los cargos públicos en nuestro país.
Sinceramente, no sé si lo han hecho los vecinos -voluntad había cuando hablé con ellos-, pero yo, pasado el puente he visitado la zona y revisado el lugar.
Las razones que me acercaron a Hoya del Pozo y su entorno son bien distintas a las, hasta ahora, planteadas. Trato de valorar los daños ejercidos sobre la biodiversidad del lugar, sobre especies botánicas y faunísticas únicas, sobre un espacio escondido entre dos zonas densamente urbanizadas y que representaba una bocanada de aire fresco, una esperanza verde en un sector de la costa condenado a la uniformidad y a la pobreza paisajística pues sólo especies foráneas ocupan los lugares donde fueron desplazadas o erradicadas las especies autóctonas -pienso en las tórtolas turcas, en las ratas, en los gatos asilvestrados, en los pinos marítimos, en las tuneras indias, en los calentones, en los tártagos...-. Especies faunísticas y botánicas a las que nos deberíamos estar acostumbrados a ver, pero que aquí, en el bastión de la biodiversidad que representan nuestras islas, lugar donde no tienen cabida, donde debería existir una titánica lucha para frenar su expansión, la pasividad en el control de las especies invasoras y la presión humana ejercida sobre el territorio hace que se vuelvan tan habituales que, en colegios e institutos, las pitas y las tuneras son, para muchos, plantas canarias.
Esa es la razón y no otra de que plantas y aves endémicas, especies propias de nuestros ecosistemas, desaparezcan cada día o estén condenadas a una próxima extinción.
Aquí y ahora, en la desembocadura y el entorno del barranco de Hoya del Pozo, pervive -cada vez con menos individuos-, una interesante muestra biológica propia: tarajales, tabaibas dulces, tabaibas paridas, espinos de mar, veroles, alcaudones, chirreras, linaceros, mosquitas, lagartos canarios, perenquenes.
Y es aquí donde cobra justificación el título que le he dado a este artículo. Es aquí donde se encuentran -¿tendré que decir pronto: se encontraban?-, los últimos lagartos de la costa teldense, asomándose a los riscos del litoral. Es aquí donde se encuentra la única localidad del este de Gran Canaria con presencia de una especie de euforbia abundante en la costa norte de la isla, pero muy escasa en la costa este y sur de la isla. Me refiero a la tabaiba parida o tolda, la curiosa tabaiba sin hojas, la tabaiba cuya fotosíntesis la realiza sus tallos verdes (Euphorbia aphilla). Es aquí, en la mismísima desembocadura del barranco de Hoya del Pozo, más arriba llamado barranco de El Calero, y aún más arriba barranco de las Bachilleras o de la Rocha, donde se encuentran los últimos ejemplares de esta singular tabaiba y donde crecen espléndidos los tarajales con troncos más gruesos, copas más densas y portes más altos de todo el litoral teldense.
Por eso fui, con calma, con la tranquilidad que debe acompañarnos cuando se trata de abordar un asunto tan serio, cuando queremos ser objetivos a la hora de valorar el daño acaecido. Daño que estará unido al provocado por la incontrolada presencia de gatos domésticos, cimarrones, asilvestrados, salvajes -las denominaciones usadas no son el problema, sino su preocupante abundancia, la irracional defensa que sobre su control hacen las personas que no piensan en el daño que hacen y la intensa y sistemática depredación que realizan sobre la fauna salvaje-, de ratas alrededor de las basuras generadas y abandonadas a consecuencia de las actividades antes señaladas, de perros sueltos, de perros atados pues ambos asustan y alejan las poblaciones de lagartos y aves... todas ellas fruto de actividades incontroladas generadas por los seres humanos y que inciden en el medio de una forma tan demoledora como inaceptable.
El último lagarto muerto lo encontré panza arriba, a medio destripar. Estaba claro que no había tenido tiempo de esconderse, ni el gato de llevárselo. Aquel lagarto adulto, un hermoso macho con su garganta amarillenta, había sucumbido ante un depredador. Silencio y muerte. ¡Qué tristeza! Cerré los ojos a sabiendas de que era ese y no otro el fin de los últimos lagartos del litoral.
Se trataba de un lagarto grande, pues grandes son aquellos lagartos de Gran Canaria que superan los treinta centímetros, medidos desde la punta de su hocico hasta el extremo de su cola. El que observo no estaba lejos de alcanzar los cuarenta.
La confianza que tenían los ejemplares de esta colonia de lagartos en los seres humanos, se convirtió en la principal causa de su muerte.
Hemos escuchado más de una vez, la insana manía que tienen muchas personas en dar de comer a las poblaciones de animales salvajes. Esta costumbre humana los vuelve mansos, confiados, vulnerables. Anula su capacidad natural de buscar la comida, el alimento necesario que obtiene de diversas plantas nutricias y de pequeños insectos, provocando que su cuerpo y su organismo, adaptado al alimento natural del que se ha valido generación tras generación, se adapte a otro tipo de alimento, diseñado para gatos, para los humanos, para los perros pero estoy por afirmar que para ellos, esos alimentos tiene los mismos efectos que para nosotros la comida basura.
Así, las buenas intenciones de algunas personas se convierten, al cabo de un tiempo, en acciones perversas que terminan generando el efecto contrario.
Es este el caso de la colonia de grandes lagartos que habitaba la costa de La Garita -dar mayor precisión sobre su ubicación sería condenar a los escasos supervivientes al circo humano de sus miradas, a una especie de zoo controlado que les llevará a la muerte-.
No es nuevo el caso ni el desenlace. Las pequeñas colonias existentes hace menos de dos años en los riscos de Playa del Hombre, los riscos de Taliarte, riscos de Melenara, riscos de Clavellinas y riscos de Salinetas, todos ellos lugares fuertemente antropizados, han desaparecido. Si acaso se puede observar algún ejemplar en estos lugares se trata siempre de escasos y pequeños lagartos solitarios.
La última colonia importante era ésta, la de La Garita. Me habían llegado rumores de su reducción en número de lagartos por la incidencia de tantos gatos sueltos -dos nutridos grupos de estos felinos viven en la montaña de Taliarte y en el colindante barranco de Hoya del Pozo-, y la presión de los perros sueltos que acompañan a muchas de las personas que pasean por la avenida peatonal del litoral.
Ahora, al asomarme con extremo cuidado, me duele el vacío de sus rastros sobre la tierra polvorienta depositada al pie de las rocas que les proporcionaban escondite y cobijo.
Hace meses que en las otras querencias del litoral teldense no se observa ejemplar alguno de esta especie de saurio, única en el mundo.
Y es que a la presión del ser humano que considera propio y exclusivo el espacio que habita, se une la falta de control y vigilancia de las instituciones que deberían velar por la protección de la biodiversidad y una ignorancia supina, profundamente demoledora, de aquella ciudadanía a la que nada le importa.
El lagarto canario no es una simple mascota capaz de alegrar nuestro registro visual. Se trata de un ser vivo producto de la evolución natural durante millones de años, muchísimos más que los que lleva desarrollándose la especie humana en el planeta.
Su llegada a las islas, para evolucionar con características propias en cada una de ellas, sucedió hace diez, doce hasta veinte millones de años en las islas más viejas.
En el caso del lagarto de Gran Canaria (Gallotia stehlini) su evolución le ha llevado a reducir su tamaño en los últimos milenios -justo con nuestra llegada a las islas-, partiendo de unas medidas próximas al metro -era habitual encontrar ejemplares de ochenta centímetros-, a las actuales donde los grandes ejemplares raramente superan el medio metro. Cuestión de competencia con el ser humano y con sus especies animales importadas (gatos, perros, ratas...) y cuestión también de verse reducida la disponibilidad de sus plantas nutricias.
El ser humano ha llegado a las islas -teniendo en cuenta la horquilla cronológica más generosa que se pueda defender hasta la fecha-, hace tres mil años- (mil antes de Cristo, dos mil posterior a su nacimiento) y desde ese mismo momento, la extraordinaria biodiversidad de cada una de las islas entró en recesión. Sin embargo, jamás ha sido tan rápida y preocupante su pérdida o vulnerabilidad como lo es ahora.
Antes de terminar la redacción de este artículo, me encuentro recorriendo una vez más, el Paseo litoral de Telde. Estoy a la altura de la plaza San Mao -recoleto rincón dedicado a la popular escritora taiwanesa que habitó en Playa del Hombre-, transito entre roulottes y tiendas de campaña que han hecho de este espacio público su segunda vivienda y desciendo a la desembocadura del barranco. Cuatro gatos domésticos o asilvestrados se alimentan bajo los grandes tarajales, de la comida depositada en recipientes plásticos colocados por los seres humanos y atendidos regularmente. Junto a ellos, dos recipientes similares les surten de agua. Sigo el paseo en dirección a La Garita. Un perro grande, sujeto por una sólida correa, es retenido con fuerza por su propietario. Ladra desaforadamente a mi paso y yo me alejo, receloso.
No muerde -anuncia su dueño, mientras tira de él, con el propósito de silenciarlo.
Me asomo a los riscos, ni rastro de reptil alguno, ni siquiera el saurio destripado, el que era para mí, el último lagarto de Gran Canaria viviendo tan próximo a la marea, en la costa teldense.

Fotografías: Ildefonso Rodríguez.
Espiño Meilán, José Manuel
Espiño Meilán, José Manuel


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