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Salinetas y los pájaros

miércoles, 03 de mayo de 2023
Momentos inolvidables observando aves

Dedicado a Pedro Antonio de Jesús Afonso Padrón, apreciado amigo, estimado profesor de química y entrañable compañero de docencia en el IES El Calero, a quien admiro por su profesionalidad y entrega a sus alumnos y con quien comparto la pasión por el mundo de las aves.

Salinetas es una playa teldense. Salinetas es una charca. Salinetas es una finca de plataneras, con vacas, gallinas y palmeras. Salinetas es un polígono industrial. Salinetas es un núcleo poblacional costero que comparte un ambiente cercano y familiar. Salinetas es un topónimo que le viene de viejo, tiene su origen en la antigua existencia de salinas. Da fe de ello unas datas concedidas por el Cabildo a Hernando Díaz de Morón en febrero de 1541. Curiosamente existe una foto realizada en 1941 (FEDAC) donde se observan las salinas existente en lo alto de los acantilados, justo donde se encuentra actualmente parte de las instalaciones dedicadas a la potabilización de agua y las naves industriales más cercanas. Posteriormente desaparecerían los tajos, los tanques, el almacén y la casa del salinero.
Y es que Salinetas es todo esto y el lugar que me cautivó hace más de cuarenta años. Me cautivó su playa recoleta, protegida de los vientos norteños, amable y sorprendente. Me cautivaron sus fondos marinos. Era yo, y aún soy, hombre de buceo corto. Unas gafas y un tubo era todo lo que necesitaba para disfrutar observando una fauna y flora marina que jamás había visto. Más adelante llegarían las aletas y con ello conseguir el descenso a mayores profundidades. Pero ese nunca fue el objetivo. Me gustaban las aguas a donde llegaba bien la luz. Entre tres y seis metros me encontraba bien y a menos profundidad, muchas veces apenas a un metro, los sebadales y la complejidad de las rocas sumergidas me cautivaban de tal manera que sólo al salir era consciente de que había pasado varias horas en el líquido elemento.
Recuerdo que en aquel entonces aún podían verse ostriones -así les llamaba mi amigo José Luis González Ruano-, y abanicos de mar en las rocas sumergidas a ambos lados de la playa, abundaban las lapas, las caracolas de porcelana o porcelanas sin más, que encontraba sin dificultad alguna entre los callaos junto a los restos del pequeño muelle situado sobre los riscos, en el lado izquierdo de la playa. En aquellos años, no había inmersión en que no me topara con algún pulpo o algún centollo con los que jugar a molestarlos o perseguirlos hasta que se quedaban ocultos y mimetizados entre las rocas los primeros, bajo las algas los segundos.
Siempre me cautivó su charca y sus cambios estacionales. Sus habitantes naturales que, presos durante unas horas en aquellos riscos de aguas someras, recuperaban su libertad con cada subida de la marea. La cita anual con las mantelinas que, a finales de verano, apenas iniciado el otoño, acudían en gran número a alumbrar sus crías en los fondos arenosos de las tranquilas aguas de Salinetas.
Me cautivó su población humana. Residentes unos, veraneantes los demás, la formaban personas afables, afectuosos en el trato, cercanos. Disfrutaba observándolos en la playa, en sus pequeñas terrazas cara al mar, en sus paseos por un sustrato de tierra apelmazada pues no existía entonces el paseo marítimo que observamos y disfrutamos ahora.
Recuerdo de aquellos tiempos los partidos de fútbol en la playa que se prolongaban hasta el anochecer, las pandillas de jóvenes, los juegos y encuentros de los niños, los juegos de cartas de las señoras de la playa.
Tenía entonces veinticuatro años. Guardo recuerdos imborrables de aquel año y los siguientes, plenos de pasión y vida.
Pero algo más me unió para siempre a esa playa y a aquel lugar: las aves.
Nacido en una capital de provincia ajena al mar, el mundo de las aves invernantes y las aves marinas era un sueño recurrente, una quimera que se me antojaba difícil de alcanzar. Nada sabía en mis años de adolescencia que me deparaba el futuro. Era mi solar natal, tierra de aves sociales como las cornejas, las grajas y las diferentes especies de estorninos. También lo era de una pléyade de aves pequeñas que alegraban los campos de color y hermosas melodías. Carriceros, chochines, carboneros, herrerillos, acentores, jilgueros, agateadores, verderones, verdecillos, zorzales, lavanderas… no puedo negar que cuando salía al campo en aquellos años de estudiante, disfrutaba de una avifauna amplia y diversa pues a las pequeñas avecillas se unían las rapaces y las carroñeres, cuando no pequeñas, medianas y grandes aves invernantes. Milanos, ratoneros, halcones, gavilanes, azores se observaban en el cielo o en los bosques, en época de nidificación, las cigüeñas volvían a sus viejos nidos en lugares elevados mientras se alimentaban en los pastizales. Miles de estas aves, a veces decenas de miles -actualmente consideradas plagas- llevaban cada atardecer la magia a los cielos. Para los córvidos se trataba de llegar a sus dormideros, situados generalmente en parques urbanos, pero para los estorninos, negros y pintos, el regreso a los lugares de descanso venía precedida de una llamativa e hinóptica danza en vuelo. Sus piruetas y quiebros, sus movimientos acompasados, en suma, sus vuelos en grupo, recordaban a algunas personas las olas del mar, para otras semejaban sinfonías musicales orquestadas en el cielo, otras en cambio veían espectaculares danzas y las más entendidas justificaban la razón de tantas acrobacias que recordaban, es cierto, danzas y sínfonías, en la supervivencia de sus individuos pues, al parecer, con dichos movimientos era más eficiente la vigilancia de su entorno y con ello su defensa, en el caso de la presencia de oportunistas depredadores.
Y de pronto me encontraba aquí, en este hermoso litoral, iniciando el curso académico como profesor -en aquel entonces, hace cuarenta años, las clases comenzaban avanzado el mes de septiembre-, con una serie de aves que sólo conocía de ver sus imágenes plasmadas en Guías de pájaros que hojeaba una y otra vez en la bibliotaca de mi ciudad. Recuerdo aquella primera guía, retirada en condición de préstamo una y otra vez, manoseada tantas veces en mis observaciones de fin de semana que temía que algún día, al devolverla, tuviera que pagarla por tanto uso. Su título no lo he olvidado a pesar de haber transcurrido cinco décadas: “Guía de campo de las aves de España y Europa”. Sus autores: Roger Peterson, Guy Mounfort y Phil Hollon, editada por editorial Omega en 1957. Era una guía extraordinaria y no me extraña que siga siendo una guía de referencia que va por su quinta edición.
Y ahora se encontraban ahí, frente a mí, correteando unas por la arena de la playa, caminando despacio otras y rastreando, charco a charco, las zonas rocosas del litoral.
Garcetas, zarapitos, chorlitejos, vuelvepiedras, correlimos común, correlimos tridáctilo…, eran fáciles de observar (les invito a observar las fotos que adjunto, cortesía de mi buen amigo José García Monzón). Todos los otoños y todos los inviernos, prismáticos en mano, disfrutaba y disfruto con sus periplos andantines tanto en las rocas como en la arena.
Y pasaron los años y éstos fueron agrupándose en décadas hasta este momento en que las décadas van camino de convertirse en medio siglo y han sucedido varios encuentros con las aves en Salinetas que, por su singularidad, tengo interés en relatar.
Recuerdo que se estrenaba el año 1998. Exactamente el día catorce de enero y estaba anocheciendo -no se asombren, no se trata de una prodigiosa memoria. Tomé nota de ello en mi cuaderno de campo y quedó registrado para siempre en mi publicación: “Telde: naturaleza y paisaje”-. Me encontraba observando la luna llena desde el balcón de mi casa cuando llamó mi atención el canto de decenas de aves sobre la arena de la playa. Apenas se veía, pero sentí como aquel sonido colectivo había atraído la atención de los escasos personas que frecuentaban el paseo. Curioso, bajé hasta la playa y constaté una sensación extraña, ante mi vista: las arenas parecían moverse pues, sobre ellas, se desarrollaba una intensa actividad, múltiples criaturas que se desplazaban, arriba y abajo, siguiendo el flujo y reflujo de la marea.
Fijé la vista en aquellos inquietos y pequeños pájaros, sabía que se trataba de aves invernantes, e identifiqué la especie, tanto por su plumaje como por el hábito de seguir el ritmo de la marea con el fin de procurar su alimento. Se trataba de correlimos tridáctilos, un ave habitual y abundante en las islas durante el periodo otoño-invernal. Contabilicé su número, una y otra vez. Era una sensación muy placentera contar tantos ejemplares. Ciento treinta y ocho ejemplares. Pues bien, nunca volví a observar una concentración parecida de aves en la playa. Sin ir más lejos, hoy a primera hora correteaban sobre las arenas de la playa cinco correlimos tridáctilos. Nunca en mis observaciones de los últimos años en la playa contabilicé más de una docena de individuos.
Otra observación curiosa y digna de ser relatada fue la llegada, primero con escasos y esporádicos ejemplares, luego convertidas en plaga, de las tórtolas turcas a esta zona de la costa teldense. Nadie podía esperarse que, un ave ocasional, llegada a finales del siglo veinte, principios del veintiuno, dos décadas más tarde se convirtiera en un problema.
Los ocasionales ejemplares observados en aquel entonces en parques y jardines de Las Palmas y del sur de la isla por los ornitólogos, muy pronto se extenderían por toda ella. En Salinetas encontraron refugio y lugares idóneos para su asentamiento y expansión en los ficus benjamina del paseo costero. Cientos de ejemplares de esta especie de tórtola ocupan uno tras otro, todos los árboles con follaje de la avenida, árboles y arbustos. Sus excrementos corrosionan las pinturas de los vehículos aparcados a la sombra de estos árboles, llenándolos de suciedad, hipotecan todos y cada uno de los bancos existentes a lo largo del paseo imposibilitándolos para su uso como lugar de descanso, manchan los contenedores de residuos dificultando su uso habitual, al carecer de higiene y seguridad sanitaria sus superficies y las asas de los mismos, deterioran azoteas, terrazas, patios de luces, torres de ventilación y balcones de los núcleos residenciales donde es muy abundante. ¿Seguimos?
Lo cierto es que con la llegada de la especie entró en franco declive una especie nativa propia, el gorrión moruno. Esta especie que lleva unos dos siglos de existencia en nuestra isla, siempre en continua expansión hasta bien entrado el siglo XX, de pronto inició un franco retroceso y, personalmente en Salinetas, llegué a constatar como la presencia del pájaro palmero había inicado una preocupante regresión, tal que durante unos pocos años, hace un lustro más o menos, desapareció de las palmeras, de los manojos de cables en las fachadas, lugares donde anidaban en la zona, de los ficus… En resumen, dejaron de oirse sus chillidos monocordes, su piar incesante. No puedo negar que, desde mi desconocimiento en la etología de ambas aves, albergaba mis sospechas en que la tórtola turco tenía mucho que ver con este desplazamiento o desaparición del pequeño paseriforme en este sector playero.
Afortunadamente, no me pregunten el cómo, el porqué ni la razón, estos dos últimos años, el piar de decenas de palmeros ensordece de nuevo el paseo al atardecer, concentrándose la mayor parte de la población de estas aves en unos pocos y frondosos ficus benjamina del paseo.
Recuerdo que, hace un par de décadas, justo en el tiempo que observaba el centenar de correlimos tridáctilos correteando por la playa, era curioso observar como las garcetas comunes volaban al atardecer hasta la finca de Salinetas para pasar la noche entre las hojas de las palmeras canarias. ¡Cómo me gustaba observar la concentración de estos ardeidos -decenas de ellos-, con sus vuelos gráciles y pausados dirigiéndose a sus dormideros! Pues, no me pregunten el porqué, pero tal hecho sucedió aquel año, posiblemente el siguiente y no volvió a darse más.
Llamativo también fue el “pastoreo” -por llamarle de alguna manera-, que en las rotondas cubiertas de césped y otros espacios ajardinados con césped también, que había en la entrada del vial a Salinetas -en este preciso momento, uno de ellos desaparecido pues esta convertido en un erial con maquinaria, camiones y escombros-, y en la entrada a la playa de Melenara, que realizaban media docena de garcillas bueyeras. Esa elegante garcilla, inconfundible cuando la observé, por sus plumas de color ocre anaranjado ubicadas en la parte superior de la cabeza, nuca, pecho y espalda, buscaban insectos entre la hierba sin preocupación alguna, ajenos a los cientos de coches que por allí pasaban.
Hay dos observaciones muy recientes, fueron precisamente las que me llevaron a redactar este artículo, que transmiten esperanza y confianza en que la vida se abre paso a poco que le dejemos hacerlo.
Una fue la semana pasada, estaba realizando mis ejercicios matutinos en la playa -acostumbro a caminar, correr un poco y nadar luego-, cuando sobre el cielo de la charca de Salinetas, observé tres grupos de aves que se movían de una forma coordinada, pero sin mezclarse un grupo con otro, dando a entender que no tenían claro el camino a tomar.
Nada acostumbrado a presenciar en la isla bandadas de aves tan numerosas, detuve lá carrera y pasé varios minutos observándolas. Volaban a mediana altura, lo suficiente para que fuera incapaz de identificar la especie. Observaba mucha sincronía en sus vueltas y giros, cada bandada obedecía a referentes individuales diferentes.
Mi fijé en la coloración de su plumaje. Era oscuro cuando las aves presentaban su dorso y cuando giraban en sus vuelos de agrupamiento y orientación, destacaba un blanco cegador, pues el sol incidía de lleno en sus zonas ventrales.
No ducho en estas aves, decidí continuar mis ejercicios cuando pasó junto a mí un viejo pescador, habitual de la zona, que había estado observándome.
• Están orientándose, señor, buscando la dirección que deben seguir.
• ¿Orientándose? -respondí yo, cazado en mi insistente escrutinio del cielo y reconociendo mi ignorancia-. ¿Qué aves son entonces?
• Que van a ser. Palomas mensajeras.
Seguí observándolas mientras el pescador, sin prestar mayor interés, concentraba su mirada en los charcones, en busca de un posible pulpo y, efectivamente, las bandadas terminaron orientándose y tomando caminos diferentes, seguras ahora de su itinerario.
Nunca había visto sobre la playa una concentración tan grande de algún tipo de aves. En el caso de las palomas mensajeras había contabilizado veinte, treinta, si acaso medio centenar pero, el cálculo mental estimado en este avistamiento, lo cifraba entre trescientos y medio millar de ejemplares.
Para terminar, dos observaciones muy recientes, una esperanzadora y otra que nos provoca una amarga reflexión. Las dos se dieron hace muy pocos días, ante mis ojos.
La primera se trataba de una saeta viviente que acababa de cazar una paloma o una tórtola, no puedo confirmar la presa pues, tras el impacto, las plumas sueltas de la víctima cayeron mansamente sobre el agua, no muy lejos de la orilla. Vi como el cazador alado se alejaba con ella entre las garras y cómo a la altura de la zona del muelle del polígono industrial de Salinetas, era acosada por un par de gaviotas aunque la rapaz, sin ni siquiera intentar esquivarlas, siguió su camino sin mayor atención ni soltar la presa.
Se trataba de un halcón tagorote o halcón peregrino, un falcónido que ha visto crecer sus poblaciones, número de individuos y zonas de nidificación en la isla . Sé, por mis paseos diarios por todo el municipio teldense, cuáles son los territorios que abarcan algunas de estas parejas de aves, pero se quedan en mi memoria por dos razones: una, para no perder la belleza y la emoción que representa el encuentro de cada uno de ustedes con estas hermosas aves y dos, por prudencia, respeto y precaución hacia una especie vulnerable.
La segunda sucedió en la playa de Jinámar, la playa de arenas negras que hay en la desembocadura del barranco de las Goteras y en la cual esta permitida la presencia de perros, de facto es una playa para perros. Paseaba con mi amigo el profesor Rafael Monzón, él deseando conocer la ubicación de la pequeña población de Lotus kunkelii, una especie botánica única en el mundo y que sólo se localiza en las inmediaciones del barranco y yo, tras la confirmación de una funesta noticia acaecida en este litoral que tenía interés en corroborar. Así sucedió pues se trataba de una amarga realidad. Vió el, gozoso, sus “yerbamudas”, las fotografió en plena floración y disfrutó con la belleza de tan espléndidos ejemplares del mencionado endemismo y yo pude fotografiar cuatro frailecillos muertos (Fratercula arctica). Rescaté la anilla de identificación de uno de los ejemplares, la única ave anillada del grupo. Al parecer, el temporal de frío polar, nieve y viento que azotó el sur de Europa la segunda quincena del pasado mes de enero -recuerden la borrasca Fien-, desplazó a estas y otras aves de sus rutas migratorias o cuarteles de invierno y bien por cansancio y agotamiento, bien por hambre, acabaron cientos de ellas, muertas o agonizando en el Atántico o en las islas.
No hay duda en que debemos leer los mensajes que la naturaleza nos envía. Unos son positivos y esperanzadores, otros justo lo contrario. La conservación de las aves, bien egoístamente pues su presencia, abundancia y diversidad no dejan de ser un excelente reclamo turístico, bien imbuídos de un pensamiento menos economicista y más conservador del medio y la biodiversidad que es como lo siento yo, deberían ser pilares esenciales a la hora de plantear mejoras de cualquier índole en el tratamiento del territorio. Desafortunadamente no es así.
Debería preocupar y mucho, no sólo la perdida de biodiversidad, sino la sangría permanente de individuos de todo tipo: aves, reptiles, anfibios…, que lleva asociada una galopante pérdida de biomasa.
Hay especies que ya no vemos en nuestros espacios naturales, en nuestros núcleos urbanos, en nuestros jardines y en nuestro litoral como se veían antes. Tristemente, asistimos a la presencia de ejemplares contados, ya sean pulpos, viejas, pintos, capirotes, lisas, ranitas de San Antonio, correlimos tridáctilos o garcillas bueyeras.
Sirvan estas observaciones de un aficionado para alertar de algo que conocen a la perfección los expertos y técnicos. Si queremos mantener las especies existentes y el número de individuos de sus poblaciones, necesitamos un mayor respeto, una mayor protección y limitar el tránsito por sus querencias, proporcionarles mayor tranquilidad y más sosiego en sus zonas de alimento, de reproducción, de descanso.
Creo verbalizar un pensamiento mayoritario si digo que todos deseamos que nuestros hijos y nietos puedan disfrutar del canto de las aves como hemos disfrutado nosotros, de la variedad de plantas en los espacios que transiten, de espacios llenos de vida en su municpio, en su isla. Parece difícil pero no lo es. Es una tarea de todos. La nuestra es exigir que cada espacio y cada especie que habita nuestro entorno más inmediato goce del derecho a vivir libremente.
La de los responsables políticos está en la firmeza a la hora de gestionar el territorio. Basta ya de ser condescendientes con el deterioro de los ecosistemas, con la tibiedad en las sanciones y penas.
Y mientras esto sucede, sin olvidar la firmeza en nuestra lucha en defensa de los seres indefensos que comparten el ecosistema donde transcurre nuestro ciclo vital, cojan unos prismáticos, si los tienen, o no cojan nada y salgan a la playa. Dejen la vista recrearse en ese océano infinito que se encuentra frente a ustedes, observen el cielo, los riscos y sus arenas.
Aquí observarán una gaviota, allí un charrán pescando, en aquel risco una garza real levantando el vuelo, sobre las arenas de la playa un pájaro de tamaño mediano con el pico curvado que identificarán como un zarapito, y vivan, vivan, vivan, pues las sensaciones que experimento cada día en contacto con el medio, las experimentarán ustedes. Sinceramente, lo único que en verdad llena nuestra mochila vital es el contacto permanente con la tierra que pisamos.
Espiño Meilán, José Manuel
Espiño Meilán, José Manuel


Las opiniones expresadas en este documento son de exclusiva responsabilidad de los autores y no reflejan, necesariamente, los puntos de vista de la empresa editora


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